«Mas tú, Belén Efrata, aunque eres la menos entre las familias de Judá, de ti ha de salir aquél que ha de dominar en Israel y cuyos orígenes son de antigüedad, desde los días de antaño.

Él se alzará y pastoreará con el poder de Yahveh, con la majestad del nombre de Yahveh su Dios, se asentará bien, porque entonces se hará grande hasta los confines de la tierra. Él será la Paz».

Capítulo Quinto, libro de Miqueas.

Epifanía

 

Sobre la cuesta de una colina de Judea, en una noche serena de misteriosas estrellas y heráldicos pastores angelicales que bajaron del cielo, tres reyes sabios montaban sobre sus camellos siguiendo la constelación de Aries, el Cordero.

La luz que refulgía como una estrella y que en un momento confundieron con la de Júpiter, pareció estacionarse, por fin, sobre un cerro entre Belén y Jerusalem, ciudad considerada entonces, el centro del mundo.

Con renovado ánimo, los tres hombres chicotearon las ancas de sus animales intuyendo que su largo viaje, iniciado en Asia, por fin había terminado.

No les fue difícil hallar la senda por donde atravesaron el profundo barranco llamado Hinnom que se interponía delante de ellos.

Uno de los sabios, Magalath, nombre hebreo de Melchor que significa “Rey de la luz”, dijo:

-Es mejor dirigirnos a la ciudad y preguntar por Él.

Serakin, nombre de Baltasar o también llamado Bel–sar-utsor, que significa “Dios protege al rey”, asintió:

-Sí, vamos, que es tarde ya. La noche es bella y diáfana y la estrella nos dice que pronto Él estará entre nosotros.

-Pues, ¡qué esperamos! – dijo animoso Galgalath, nombre hebreo de Gaspar, el moreno sabio asiático.

Y así llegaron a Jerusalem, la otrora inconquistable ciudad amurallada que había caído ante el poder de Roma y era regentada en ese momento por el rey Herodes.

Los tres hombres cruzaron por el gran portón de cobre de Nicanor que daba al muro oriental y, pronto, su llegada no pasó desapercibida, pues ya desde su entrada habían repartido limosnas a los ciegos y tullidos que pululaban en los alrededores.

Tarde se dieron cuenta del alboroto causado por su piedad. Cuando se dirigieron al templo, ya tenían una corte de hombres que murmuraban mil historias acerca de ellos: que eran magos y astrólogos, grandes reyes-sacerdotes llegados de lejanas tierras que andaban preguntando, a cada paso, por el sitio donde había nacido el rey de los judíos.

Fue tanto el alboroto de tales chismes que pronto llegaron a oídos de Herodes y los sacerdotes del Sanedrín, quienes temían entonces cualquier desorden levantisco. De inmediato, los sacerdotes consideraron peligrosos herejes a tales alborotadores.

Pero Herodes era más perspicaz. Como guardián puesto por los romanos, consideraba su deber estar al tanto del más mínimo indicio de posibles problemas.

-¿Quiénes son estos llamados magos?-preguntó a su guardia personal apenas supo de ellos-.  Quiero a esos tres hombres ante mi presencia – ordenó en un intento por evitar que el tribuno romano, pendiente de todo desde la torre Antonia, se enterase del hecho.

Mucho le fastidiaba aquella profecía del Mesías de la que tanto se hablaba: el rey de los judíos, el hombre que habría de liberar a su pueblo.

¿Acaso no era él, el Rey de Judea?, se preguntaba indignado, ¿No era por intermedio de él, con el favor de Yaveh; él, Herodes el rey, quien había controlado con astucia la codicia y el abuso de los romanos?

Así encontraron los tres sabios al rey de Judea, ensimismado en esos pensamientos, al momento de ser llevados ante su presencia.

-¿Quiénes sois vosotros? – les preguntó Herodes sin dilación alguna y con áspero tono.

En contraste a ese frío recibimiento, Baltasar presentó a  sus compañeros con maneras educadas. Fue tan fino en la expresión verbal de una lengua extranjera para él, que incluso llamó la admiración del mismo Herodes.

Éste alivió el tono imperioso de su voz al explicarse:

-He oído decir que buscan al supuesto rey de los judíos que va a nacer. ¿No sois vosotros, acaso, profetas de religión extranjera en esta tierra? ¿Qué pueden saber de la nuestra?

Entonces dio un paso adelante Magalath. Se acarició la barbada quijada noble y mirando fijamente a Herodes respondió:

-Real Señor, hasta hoy, el Dios al que las religiones invocan con diferentes apellidos,  tendrá un nombre universal para todos los pueblos y será hombre.

Herodes  pareció algo confundido ante tal decir, pero pronto río con fuerza.

-¿Decís que será hombre? ¿Un Dios-hombre? ¿Acaso os ha afectado el Sol de Judea el intelecto? ¿O es el hechizo de esta rara noche en la que dicen ha caído una estrella del cielo?

Diciendo esto forzó otra risotada tratando de ocultar su disgusto y advirtió:

-Tened cuidado con lo que decís. Yo puedo ser tolerante, pero los romanos no dudarían en azotaros si los escuchasen hablar así. Debéis saber que para ellos, sólo el César  es divino. Pero no os preocupéis –siguió diciendo, sorprendido de que su velada amenaza no afectara, en lo más mínimo, las expresiones adustas y diáfanas de aquellos tres desconocidos–: Soy Idumeo y no romano. Sólo soy el Rey de un pueblo que trata de sobrevivir y acaba de vencer a los partos. En treinta y un años he reconstruido el templo de nuestro señor Yaveh. La he convertido en la fortaleza más inexpugnable que tiene piedras tan grandes como las habidas en las pirámides de Egipto. Además, podéis confiar en nuestra ancestral hospitalidad.

-Te agradecemos esa hospitalidad, Real Señor – dijo Galgalath, sin que pareciera  impresionarle el magnífico palacio que ocasionalmente fungía de estancia y Pretorium cuando lo visitaba el gobernador romano de la provincia y cuyos techos estaban a una altura de treinta codos–. Ahora buscaremos una posada y no seguiremos molestando vuestra atención.

-Claro, claro –repuso Herodes, sorprendido del aplomo de tal personaje y la reverencia con la que intentó retirarse sin mayor comentario.

Ningún compareciente ante él se iba sino a su expresa orden, y menos cuando no había logrado de ellos la información que buscaba.

Por eso, antes de dejarlos partir, recurrió a una última argucia.

-¡Esperad, esperad, nobles señores! –los detuvo. Bajó de su trono imperial y acercándose a ellos se percató de lo altos que eran frente a él-. Sólo una cosa os pido a cambio antes de dejaros partir. Regresad aquí cuando hayan encontrado al tal Mesías para que yo también pueda ir a adorarle. Sabrán que es una profecía más nuestra que suya, y como tal, requiere de mi presencia para dar testimonio de su legalidad. ¿Lo entendéis, no es así?

Los tres hombres se miraron sin sorpresa ante el pedido y por toda respuesta sólo volvieron a inclinar la cabeza. Luego se retiraron con pasos tan serenos que parecían ser, ellos, los reyes de aquel lugar.

Cuando salieron del fastuoso recinto, Herodes llamó al capitán de su guardia y le encomendó:

-Seguid a esos extranjeros y detenédlos si tan sólo intentan hablar con alguien más.

Pero tal orden no pudo ser cumplida. El capitán siguió a los tres sabios por las angostas calles empedradas, hasta que en el recodo de una esquina, una extraña niebla luminosa le hizo perderlos de vista.

Siete horas antes de aquella entrevista con Herodes, un humilde carpintero  había llegado a Betlehem -nombre hebreo de Belén-, después de un largo viaje realizado desde Nazareth.

El hombre venía a pie y llevaba por una brida, hecha de esparto, a un burro muy pequeño y lanudo sobre el cual iba montada su esposa: una bella nazarena embarazada que aparentaba tener no más de diecisiete años. Parecía tener facciones más griegas que hebreas, e iba con la cabeza reclinada y escondida  por un manto azul de lino rústico.

El carpintero no había tenido tiempo de presentarse al censo ordenado por la administración romana de César Augusto, pues había llegado a Jerusalem cuando el Sol ya se había escondido.

La pareja se dirigió a un aljibe de los varios habidos en las plazas principales. José sacó de allí un poco de agua y dio de beber un sorbo a su esposa, quien delicadamente lo bebió de sus manos. Ella le acarició la cabeza con santo ademán, en señal de agradecimiento. Su frente parecía iluminada y en los ojos de él brillaba una luz de admiración y veneración.

De pronto, por primera vez, José la vio arquearse sobre la montura. María intentó ahogar algo parecido a un hipo de dolor.

-Ya es hora – dijo ella con musical y serena voz. Su rostro estaba sonrosado y perlado por una repentina transpiración.

En vano intentaron hallar posada en la ciudad que en esos momentos se hallaban ocupadas por el gran número de gentes, venidas de otros lugares por orden del censo general.

Nadie se apiadó de la urgencia de aquel hombre de manos recias y dedos nudosos y, menos, de la humilde mujer que estaba a punto de dar a luz.

De nada sirvió que José ofreciera los dos denarios que por toda fortuna llevaba en su cinturón de lana, y pensando que en las afueras de la ciudad hallaría mejor suerte, se dirigió al humilde pueblo de Belén distante a una hora de caminata.

Cuando enfiló por la calle más ancha y directa: el Cardus Máximus, camino a la salida del portón occidental, alcanzó a observar entre la muchedumbre, a una cohorte de mendigos que acompañaban a tres reyes – pues eso le pareció que eran – escoltados por una guardia de soldados del rey Herodes.

Luego de pagar espléndidamente al ciego que cuidó y dio de beber a los camellos sedientos, los tres sabios salieron de la ciudad para proseguir su búsqueda.

El más joven, Gaspar, aún miraba a sus espaldas para asegurarse si el capitán de Herodes aún los seguía.

-Nadie podrá detener nuestro camino –lo calmó Baltasar.

-Sí –dijo Melchor–. Ahora sé que no es aquí donde lo encontraremos.

Ya estaban nuevamente sobre sus camellos siguiendo el camino de un campo silvestre, cuando Gaspar aseguró:

-La estrella sobre la colina es la que señala el sitio.

De pronto, a lo lejos se oyó un caracol de pastoreo silbando una profunda tonada de anunciación y enrumbaron en esa dirección, controlando los brincos de felicidad que latían en sus pechos.

Aguijaron a las bestias de patas largas y pronto se toparon con un grupo de pastores. Tenían sus rostros transfigurados por inefable emoción.

-¡Ha nacido el Señor, el Mesías! – clamaron todos a una voz.

Uno de ellos tomó a Gaspar por las rodillas y dijo:

-¡Así nos lo ha anunciado un ángel del Señor!

Bastó entonces que los  tres reyes siguieran esa música de epifanía inundando el campo, el aire, los corazones, las estrellas y el sonido de un coro de felices voces angelicales que los guiaron hasta el establo de un humilde belemnita, donde Dios, nuestro Señor, había nacido sobre un pesebre.

Se arrodillaron frente a él, lo adoraron y ofrecieron sus regalos: oro, incienso y mirra.

Entonces las voces de los ángeles llenaron el mundo con palabras nítidas y gozosas, anunciando la esperanza de la redención: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad…”

 

Autor del cuento “Epifanía”: El director editorial de Netsocialbooks.