Antes de que existiera el Internet, el mundo ya se había globalizado y conectado con la radio. Su inventor, Marconi, permitió el nacimiento de una primera generación de gente civil, una comunidad de radioaficionados quienes sirven, hasta hoy, de gran ayuda y alerta ante eventos lejanos a nosotros. Los radioaficionados fueron los primeros en hacer amigos en todas partes del mundo; una noble red de personas que tienen un código de ética muy especial. En la historia que se presenta a continuación están resaltadas en “negrita” y en el orden respectivo, las palabras universales que usan los radioaficionados para no confundir las letras del abecedario.

Historia de Juliet

(Ayuda memoria en forma de cuento para los que alguna vez necesiten usar el alfabeto radial)

Nací como macho alfa y muy bravo; por eso nunca me gustó que mi marcial nombre de Carlos me lo afeminaran llamándome Charlie.
Mi madre me parió durante un viaje sobre un pequepeque cuando navegaba por el delta de un río donde no había eco, pues así de amplio y desolado era el lugar a donde nos fuimos a vivir.
Era un lugar tan apartado, que nuestra antena satelital no captaba el canal Fox. En cambio era un sitio hermoso y tan grande que teníamos un campo de golf como atractivo principal del rústico hotel levantado por mi padre en medio de la selva.
Como ayudante y recepcionista teníamos a una exótica india llamada Juliet, quien afirmaba haber vivido alguna vez en Inglaterra. Era muy eficiente y ahorrativa. Por ejemplo, cuando se encargaba de hacer las compras, cuidaba de que no le robaran ni un cuarto de kilo en el peso. Siempre se quejaba con mi madre: “todo está más caro que en Lima, señora”.
Un día la visitó su novio inglés llamado Mike. “Fue en november” rememoraba ella suspirando y, como siempre, mezclando su castellano con palabras en inglés. Mi madre se reía de ello pues sabía que para el resto de los meses del año, su “ayudanta” tenía a un enamorado de la zona llamado Oscar, tan mayor, que para sobrellevar cierta vergüenza, decía a todos que era su papá.
Todo esto me contaba mi mamá por teléfono, pues entonces, yo ya los había dejado para irme a estudiar a Quebec.
“Que tal Romeo tiene tu indiecita”, le decía cuando mama me contaba los últimos chismes.
“Sí; mejor me hubiese buscado una mujer de la sierra y no una de la selva”, respondía ella, inquieta por la ardorosa sirvienta que tenía.
“Es tan exótica esta chica que una vez se puso a bailar tango con un huésped argentino”, me contaba asombrada.
“No sería mala unión que se case con un argentino” respondí yo bromeándole.
“¿Qué comes que adivinas? ¿Sabes?, casi lo hace. Su nombre era Víctor. Creo que lo único que la desanimó fue que era un empedernido bebedor de whisky”.
Yo me reí ante los chismes de su ayudante.
“Alguna vez me ha puesto en problemas por la forma cómo se viste, con prendas transparentes y escasas. ¡Fíjate!, una vez tuvimos de huésped a un gringo que se quedó prendado de ella. Estaba en su mesa, bebiendo varios tragos hasta que en un momento, algo borracho, la llamó y le habló mitad castellano y mitad en inglés.”
“¿Qué le dijo?”, pregunté intrigado.
Y entonces mi mamá arremedó al gringo:
“Yo no necesitar xray para saber tu color de calzón”.
“¿Y qué le respondió ella?”, pregunté riéndome.
“Le respondió altiva: ¡Go home, yanky cochino!”, dijo mi mamá mientras yo me mataba de risa.
“Pero ahí no quedó todo”, agregó, “porque justo en ese momento estaba el que se encarga de la limpieza del hotel. Es un ayudante nuevo; no lo conoces. Es un negro inmenso al que de cariño le digo Zulu. ¡Y no sabes! Le rompió la boca al gringo. Ahí recién me enteré que andaba de novio con la Juliet”.
Y no pude dejar de reír con tal anécdota de mamá.

Fin

Autor: Gustavo Humberto Bello Calvo