Bajé del taxi tan concentrado y ensimismado en las correcciones de mis escritos, que había olvidado por un momento el motivo por el que instintivamente le pedí al chofer dejarme en el parque cercano a mi casa.
Incluso me sorprendió encontrar a Laura sentada en una de las bancas, observando cómo los sauces llorones peinaban sus cabelleras toscas de ramas y hojas desmayadas, con el viento de retirada de la tarde.
-¿Qué haces aquí? –pregunté ganado por mi sorpresa, antes de que pudiera recordar mi compromiso con ella.
-Tenemos una cita, ¿recuerdas? –dijo y su mirada, brillante al verme, pareció magullarse un tanto ante la sospecha de mi olvido.
-Claro…la cita –dije y algo confundido traté de excusarme con una mentira-: es que pensaba recogerte en la casa.
-¿Entonces por qué estás aquí? Te dije claramente por teléfono que te esperaría aquí.
-Sí, sí… –balbuceé algo atontado por mi proceder inconsciente. Me senté a su lado y le di un beso.
Ella me correspondió, cerró los ojos y estiró su mano como si me diese la oportunidad de una disculpa.
-¿Qué? –pregunté algo extrañado.
-Estoy esperando –se limitó a decirme mientras aleteaba su pequeña palma abierta.
Al imaginar lo que esperaba de mí, busqué su perdón besando su mano.
Ella la retiró con suavidad, me esquivó la mirada y cruzó los brazos con un ademán de engreimiento.
-¡Dame una flor, un chocolate, un caramelo…, pero algo! –me increpó despechada–. ¡Carajo, tenía que tocarme un hombre sin gracia!
No le repliqué.Me levanté de la banca y fui al paso más rápido que pude para llegar a la tienda de la esquina.
Ya de vuelta le ofrecí el chocolate que había comprado, aún sabiendo lo que sucedería a continuación.
-Ya es tarde, hijito. Es la primera intención la que cuenta –dijo rechazando mi dulce ofrecimiento.
Después de insistir inútilmente porque aceptase mi tardío regalo, opté por comerme el chocolate en silencio.
-¿No vas a decirme nada? –me dijo con un resto de reproche en la voz.
Yo estaba con la boca llena.
-Has dejado de quererme –se quejó como solía hacerlo cuando quería ser engreída.
-No, mi amor.
-Antes no eras así. ¡Qué lindo cuando me conversabas y me conquistabas! Salíamos más, ¿te acuerdas? Me llevabas a escuchar piano. Siempre me sorprendías con un detalle, un regalito y hasta lograbas que te aceptase un caramelo como si fuese una joya.
Tenía razón. Quizás me había descuidado un tanto en mis atenciones con ella. ¿Acaso algo pasaba en nuestra relación? No, nada de eso, pensé. Lo más grave que podía ocurrir era agotar mis historias de ficción con las que le distraía el tiempo que pasábamos juntos; como aquella en la que yo era un Lobiratón: un ser en extinción mitad lobo y mitad ratón. Un juego con el que intentaba representar los lados malos y buenos contenidos en mi alma y explicaban muchas acciones de mi vida real.
-Sabes que te amo –le dije con la serenidad de una verdad cristalina.
Ella se refugió en mi pecho haciéndome sentir el calor de su ternura.
-Extraño tu voz cuando no me lo dices.
-Y yo, tu voz pequeña cuando finges molestia.
-¿Sabes? Deberíamos hacer el amor más seguido –dijo con una mueca coqueta.
-Eso digo. No soy yo quien no quiere –repuse algo extrañado de tal queja.
-Es que eres un brusco. Sabes que a mí me gusta tomar la iniciativa y que no me toques como a veces lo haces.
-Sólo trato de quererte; además…,rara vez tomas la iniciativa.
-No me das tiempo de hacerlo. Siempre saltas encima de mí como un salvaje.
-¿Ahora te quejas? –pregunté fingiendo sorpresa y cargando de malicia mi mirada.
-No, mi amor, sabes que me gusta; pero a veces quisiera que me acariciases la espalda, el cuello, los hombros, con la yema de los dedos, despacio, sin premura, con delicadeza; como si tuvieses intensos deseos de acariciar una llama delicada que puede quemarte o apagarse.
No pude evitar sonreírme ante sus palabras.
-¿Ves? Encima te burlas –me reprochó golpeando mi pecho.
-No, mi amor. Es que casi eres una poetisa.
Laura se sintió de veras halagada.
-A pesar de todo sabes que eres mi vida, ¿no?
-Lo sé –le dije inclinándome para besar su cuello.
De pronto su mano contuvo mi boca que ya había resbalado hasta la suya.
-Nos están viendo –murmuró repentinamente azorada.
Una pareja joven, sentada en una banca cercana a la nuestra, parecía espiarnos.
-Qué importa –le dije–. Bésame y olvídate de ellos.
-Estoy preocupada por tu actitud. Te hablo en serio –dijo deteniendo mi intento por besarla.
-¿Qué actitud, mi amor?
-Parece que te hubieses aburrido de mí. Estás más refugiado en tu estudio y las lecturas y me dejas demasiado tiempo con la televisión. Deberíamos hacer cosas diferentes. Me has demostrado que no nos hace falta dinero sino un poco de tu imaginación para divertirnos como siempre lo hemos hecho.
-Por eso te invité a andar este parque y sabes que debo terminar mi novela.
-Sí, pero a este paso primero vas a terminar conmigo.
-¿Por qué te pones así? Ya no sé si hablas en serio o solo quieres que te engría.
-¡Ya!, ¡no te molestes, hombre! Me gusta desafiarte. Una pequeña rencilla es el mejor carbón para atizar el fuego del amor.
-¿Tan mal está el nuestro?
El rostro de Laura cobró inesperada seriedad.
-La empleada me dijo en son de broma que ayer te pescó viéndole el culo –dijo mientras su mirada estudiaba mi reacción.
Creo que palidecí algo al verme descubierto en la travesura pero, felizmente, la tenue luz del atardecer escondió mi susto.
-¿Me estás bromeando? –dije tratando de disimular mi culpabilidad.
-¡Hazte el tonto, pendejo! Si no fuera porque la conozco como si fuese mi hija ya le hubiese desfigurado el rostro. Lo dijo en broma, pero sé que no del todo.
-Es mentira, amor.
-No te gastes, hijo. Igual me faltas el respeto cuando te veo babear por las chicas de los comerciales. Siempre te gustaron las rubias ¿no, pendejo? No te preocupes, me voy a pintar el pelo si eso es lo que te gusta tanto.
Esta vez reí de buena gana.
Laura se esforzó por contener su risa y mantuvo la barbilla altiva simulando un despecho muy coqueto.
-¿Sabes que eres mi Lobiratona? –dije aniñando la voz como la caricatura de un dibujo animado.
-¿Sí?
-Sí, mi amor.
-¿Me das el beso del sapito? –pidió Laura.
Acerqué mi boca a la de ella, se tocaron nuestros labios, inflé mis cachetes y luego dije: ¡Croac!
Ella rio y yo la abracé con fuerza.
-Una mordidita del vampirito loco, ¿sí? –pidió con voz de niña.
Torné los ojos bizcos, torcí mi cuello, tensé mis labios para mostrar mis caninos y me abalancé sobre su cuello simulando un ataque.
Ella volvió a soltar una risita nerviosa y me abrazó.
-¡Eres tan lindo cuando haces eso! Siempre me encantó que me quisieras así, sin miedo al ridículo y sin preocuparte si había gente alrededor observándonos.
-Me cago en la gente –le dije hundido en su cuello y oliendo su perfume Channel.
-Sabes por qué te amo tanto, ¿no?
-Dímelo –pedí fingiendo no saberlo.
-Porque siempre vas a ser un lindo pequeñuelo. Porque eres hombre y eres niño cuando quieres. ¿Te acuerdas que antes jugábamos más con la historia del Lobiratón y sus misteriosos amigos?
-Todavía lo hacemos.
-Ya no tanto. Extraño a Epitas, nuestro embajador de las paces.
-Felizmente no hemos necesitado invocarlo. Hace mucho que no nos peleamos.
-¿Y Lobiratón? Lo extraño ¿Vendría si lo llamo?
-La última vez se fue en un cometa. Seguro a estas alturas estará fuera del sistema solar con sus ojitos grandes por la tristeza, la boquita entreabierta y sus manitas acariciando el hielo donde está encerrado y congelado en la oscuridad.
-No seas malo, no digas eso.
-¿No te acuerdas que con un carajo lo mandaste así de lejos?
-No fui yo; fuiste tú al querer usarlo para justificar tus travesuras de bohemio tonto.
-No; fuiste tú –repliqué simulando una congoja.
-No fue mi intención –se excusó fastidiada–. Quisiste aprovechar nuestro juego para mal usarlo en la realidad.
-Solo quería disculparme.
-Sabes que odio que te emborraches y, peor aún, que hables como Lobiratón borracho para reconciliarte conmigo –dijo Laura.
De pronto soltó una carcajada.
-¿De qué ríes?
-Nada; es que recordé lo que le dijiste a mi madre aquella vez ¿te acuerdas? Siempre le quedó el trauma de tu borrachera y las frases incendiarias y calentonas que le dijiste por teléfono. No sé qué barbaridades pudiste decirle pensando que era yo la que te respondía.
Aquello había sucedido hacía tantos años ya. Aún podía recordar la suprema vergüenza que había sentido al día siguiente luego de enterarme de aquella confusión.
-Casi terminas conmigo por eso.
-¡Qué bah! fue pura finta. Además ya no tenías opción. Aquel día firmaste tu sentencia de matrimonio.
-¿Eso exigió tu madre?
-Sí. Después de las barbaridades que le dijiste supo que ya hacíamos el amor. No me imagino qué cosas más pudiste decirle para que me quitara el habla por un mes. Me miraba como a una desconocida. Creía que su hija era una perdida. ¡Pobrecita!
-De repente le hice descubrir un mundo que no conocía –dije con una sonrisa pícara.
-¡Forajido!
Reímos con ganas, como siempre lo hacíamos.
-¿Tienes otro chocolate? -me preguntó de pronto.
-Sí, mi amor –dije al tiempo que sacaba del bolsillo de mi chaqueta la segunda barra que había guardado previsoramente.
-¿Ves? Ese eres tú. Nunca te das por vencido. Sabías que te iba a pedir mi chocolatito y lo tenías escondido. Te amo porque así ha sido siempre tu amor por mí; a pesar de que haya sido malita contiguito algunas veces. Siempre me has apoyado y me has engreído. He aprendido mucho de ti, mi amor.
-Yo también, vida. Lo que soy te lo debo a ti y a tu amor –le dije mientras la envolvía en un abrazo.
-No, mi amor, te lo debes a ti mismo y a ese “Ungenio” que llevas dentro. ¿Qué han dicho de tu libro?
-Quieren que le haga correcciones.
-¿Más de las que le has hecho?
-Sí, además dicen que no es muy comercial.
-¿Y tus poemas?
-Dicen que mejor escriba cuentos nomás o que intente con una novela.
-Esos tipos no saben nada. ¿Por qué no se los envías a otras personas?
-Ya veremos.
Ella sabía el verdadero significado de esa frase: nunca.
-Sigues creyendo que es tardía tu pretensión de ser escritor, ¿no?
-Tal vez.
-Bueno, pues entonces estás jodido si piensas así, porque es algo que jamás podrás dejar de hacer así te esfuerces por evitarlo -dijo acariciando mi cabello.
Sus pupilas dilatadas de cariño, de seguridad rayando en el fanatismo monoteísta de mí, parecían devolverme las fuerzas, recargarme de una fe exultante e inagotable.
-Dime una cosa: si yo muriera, ¿te volverías a casar? –preguntó de pronto.
-¿Tú crees que alguien se fijaría en mí?
-Por supuesto que sí –dijo-, pero ésa no es la respuesta que busco. ¿Te fijarías tú en otra?
Sonreí mientras meditaba la respuesta adecuada, no mucho, porque Laura no aceptaría una respuesta muy fabricada.
-Tal vez en una chiquilla de cabellos de oro –afirmé sonriente.
-Entonces me sentiría digna de haber sido tu mujer –dijo para mi sorpresa, cuando esperaba más bien una reconvención suya–. No quisiera que te metas con una de esas viejas huachafas.
Nuevamente nos abrazamos y besamos. Al percatarse Laura de que la pareja sentada en la banca vecina seguía observándonos y escuchándonos, me pidió:
-Vámonos, hace frío. Vamos a casa, mi amor.
Le ofrecí mi mano y la ayudé a levantarse.
-Espero que mi espalda aguante el trajín hasta la casa.
-No seas exagerado, hijo. No estamos ni a media cuadra.
Y caminamos abrazados, apoyando nuestros cuerpos como si uno fuese el bastón del otro.
Mientras nos alejábamos, atisbé por sobre mi hombro a la pareja de enamorados que nos había sonreído al pasar por delante de ellos.
La joven nos miró arrobada y enternecida.
Quizás, me dije sonriendo, le habríamos parecido unas raras y viejas flores rejuvenecidas con el rocío del atardecer.

Fin.

Autor: Gustavo Humberto Bello Calvo