“Su majestad, la Tierra es tan redonda como un huevo. Confíe en mí. Se lo puedo asegurar”, afirmó el hombre de peluca blanca y fuera de moda. Tal comparación geométrica, poco acertada y lejana a la figura del geoide, fue la pista de una de sus primeras ignorancias, entre otras muchas más ostensibles, que nos cobrarían cargo hasta el día de hoy.
Siendo entonces un don nadie, el supuesto “capitán genovés” había vestido sus mejores trapos para enfrentar aquella real entrevista (y digo real porque, hasta entonces, solo había sido posible en sus sueños), conseguida después de “aceitar” con sus últimos treinta florines a un paje con acceso a la reina (y dicen las malas lenguas que a su cuarto también). El paje había cumplido bien con ese trabajo de lobbista tan común en nuestros actuales días. Y respecto a lo referido a sus vestimentas; en efecto, eran eso: trapos.
Su jubón, brilloso por el desgaste, tenía un color sepia que antes fuera blanco, y lo que era más grave y casi imperdonable para doña Chabuca (Isabel): su chaqueta no respetaba la moda francesa del momento. Sumado a eso, la fisgona reina se había percatado que dos de sus botones no hacían juego con el resto.
A Colón le molestaba que el moro Al-Vestir, dueño del último bazar árabe en el barrio cristiano, no hubiera podido encontrar botones iguales a los originales para reemplazar los perdidos.
Estos hechos casi motivan a la reina despachar de inmediato a tal visitante, pero cierto sexto sentido comercial (del cual carecía su esposo) le dio ánimo para seguir escuchándolo.
El audaz genovés desenrolló de inmediato un plano sobre el suelo e intentó explicar geografía avanzada a la curiosa reina, quien se hallaba más perdida que Marco ante la vista de tan complicado dibujo. Dibujo sacado de un perdido manual que Colón había encontrado en Egipto y el cual plagió sin más ni más. Se trataba de un trabajo hecho por Eratóstenes, el 240 A.C, quien ya había medido la circunferencia de la Tierra con un margen de error de 100 km. cuando todavía no había computadora. Él solo se sirvió de la luz del Sol y dos varitas para triangular las sombras proyectadas en las ciudades de Alejandría y Siena.
Y cuando hablamos de Marco no nos referimos al del dibujo animado buscando a su mamá; sino al veneciano Marco quien, algo perdido en su primer viaje, casi llega a su apellido mismo (Polo), en lugar de encontrar a su ansiada China (no; no la de la panadería de la esquina, sino el país) y el mejor camino para llegar a ella.
Viendo infructuoso aquel primer intento por hacerle entender un curso rápido de geografía, el genovés tuvo una idea genial; la más genial, en verdad, antes que su tan celebrada y legendaria, como falsa, pirueta con el huevo: recogió el plano del suelo, lo alzó verticalmente y a la vez que daba la cara del enrevesado dibujo y con ayuda de cuatro guardias más (que hacían de mirones), unieron los bordes del papel, encerrando el mundo en una forma parecida a la de un barril.
La reina abrió los ojos maravillada ante la desfachatada locura del capitán, cuando le oyó decir, mientras andaba alrededor del plano, ahora convertido en un barril de papel:
“Es posible salir desde aquí y llegar por acá”, dijo con el entusiasmo propio de un orate.
“¡Hombre de Dios! ¡Cómo cree posible tal cosa!”, exclamó la reina ante tan sobrenatural posibilidad que, práctica y literalmente, le ponía de cabeza todo cuanto sabía hasta entonces.
Algo más recuperada de la impresión y midiendo muy sagazmente las consecuencias lógicas de tal postulado, pareció sorprender a Colón con los calzoncillos abajo cuando le preguntó:
“¿Cree que vivimos de cabeza, señor? ¿De costado? Si fuera cierto lo que dice no podríamos pisar el suelo sin caernos y el mar entero se derramaría al vacío del cielo”.
Fue demasiado pensamiento para el genovés. Creyendo haber subestimado la “real inteligencia” de la susodicha, se esforzó entonces en explicarle las riquezas que podían esperarle en las indias orientales.
“Así esquivaríamos el bloqueo de los turcos, signora mia y también la ruta africana de los portugueses que cobran un huevo de plata por pagar peaje en el cabo de Buena Esperanza”, insistió en la mágica posibilidad.
“¿Qué necesitáis para tal empresa? Mira que estoy sin “blanca” que me alumbre”, dijo la reina, refiriéndose a los céntimos de la época que no llegaba a ser ni medio maravedí.
“Dadme tres escarabajos y yo a cambio os entregaré el mundo”, aseguró el genovés. “Quizás no lleváis efectivo encima pero en vuestro hermoso cuello brillan diamantes y perlas”, se atrevió a decir.
Sonrojóse la reina ante el descaro de tan acertada observación y se preguntó por un momento si en la al-qanziyya (nombre árabe de alcancía) que su esposo recogiera como botín de guerra en el califato de Granada, recién conquistado, habría algo del vil metal necesario en tales momentos.
No, no creo que haya tanta lana allí, pensó, y de pronto le vino la idea de acudir al excusado. Es decir; no al baño, sino al hombre que le llamaban así y quien era el encargado (por el rey), de cobrar el diezmo en las misas de las iglesias. A cambio del servicio de cobro a sus paisanos, el pendejo estaba precisamente “excusado” de dar su diezmo cuando asistiera al narcótico rito cristiano. De allí su nombre.
Viendo agotadas tales posibilidades y sabiendo que unas cuantas alhajas no la harían menos rica, la reina apostó (como quien se la juega a los caballos) las que llevaba puestas. Total: eran tres escarabajos lo requerido por el loco.
Y es claro que Colón no estaba pidiendo tres volkswagens, aunque hoy en día tal comparación se preste perfectamente para con los barcos que, en ese entonces, se comenzaban a construir. Eran tan fenomenales, todo terreno y de largo alcance en el mar, como el famoso carro alemán de cuatro llantas lo era en tierra.
Ese moderno barco se llamaba el karabus (nombre árabe que significaba escarabajo) y que luego se castellanizó como: carabela.
Todo el resto es historia sabida. Entre la mucha ignorancia de la que Colón hizo gala, fue haber creído llegar a las indias y murió con tal ignorancia a cuestas. De ello se aprovechó un tal Prepucio…; perdón, me refiero al apodo de Vespucio de quien se tomó, felizmente, tan solo su nombre Américo, para llamarnos después americanos y no vespucianos y, menos, prepucianos, como rezaba su malhadado apodo.
Sin embargo, por alguna misteriosa razón, el error de Colón nos cuesta hasta el día de hoy, pues cuando un racista estúpido “pretende” insultar, dice: indio de mierda; o en su más baja réplica: mierda de indio.
La fantasiosa historia de los varios kilos de huevos que Colón dejó rotos y regados sobre una mesa y en el piso de una taberna, ocurrió cuando fue allí a tirarse un poco de la plata de la reina, en una parranda y borrachera de padre y señor mío. No fue él quien intentó parar sobre una mesa, huevo alguno. No, no era tan huevón.
Intentando mantener oculta su misión, desafió parar un huevo sobre la mesa a todo espía, reportero o chismoso que les llegó a oídas su descocada intención de demostrar que la Tierra no era tan chata como un zapato.
“Es una huevada”, fue el comentario del tendero, dueño de la taberna (que siglos después se haría proverbial) al ver fracasar a todo aquél que intentó tal acrobacia huevil.
Colón, y tal acción, dio origen a esa frase que uno dice cuando toleramos a alguien, decir o hacer una estupidez: “Déjalo, es solo un huevón”.
Y gracias a que nadie pudo “pararla”, el supuesto capitán genovés pudo emprender en el más absoluto hermetismo y misterio tan glorioso viaje.

El resto es historia.

Versión antojadiza de sir Gus D´lahamaqué, «Il Cavaliere Immobile«.