I

Fue esta última Navidad cuando ocurrió un suceso que turbó por un día, mi apacible existencia, pero que al final y gracias a un milagro, me dejó una importante lección. Hasta entonces yo había llevado una existencia pródiga en amor que mamá Melcho elevaba al rango de protagónico durante la Noche Buena.

El “invasor” –al que así llamé entonces- y motivo de aquella molestia, fue el temprano regalo que envió el hijo de mamá Melcho. Llegó a última hora, metido en una caja y fue armado por los nietos en unas pocas horas: era un árbol de Navidad y un nacimiento tallado en piedras huamanguinas.

Sentí un estremecimiento cuando vi la inmensa talla de aquel falso árbol recargado de artilugios fosforescentes. Resentí su presencia y de inmediato nubló mi sonrisa, siempre verde. Fue tal la intensidad del mal ánimo trasegando por mi savia misma, que llegó a constreñírseme el cuerpecito todo.

Siempre delicada y síquica, mamá Melcho intuyó mi malestar cuando se dio cuenta de que me habían expulsado al jardín posterior de la casa. En un momento, su hijo me había desalojado de la pequeña sala con la absurda excusa de “hacer más espacio”. ¿Qué tanto espacio podía requerir mi presencia?, me pregunté irónico. Rara vez vi a mamá Melcho molesta, pero esa vez agradecí que expresara su fastidio por mí mientras me traía de vuelta a la sala. Me dio un delicado beso y puso mi pequeño mundo sobre la mesa del comedor. La única molestia fue tener a la vista al impávido invasor, de entre cuyas ramas ya brotaba un sonido musical.

II

Pensé que a pesar de ser yo, un enano y mudo ser, mi latido vivo me hacía más hermoso y grácil en contraste a ese llamado “invasor”. Así quise creerlo. Yo era una muestra del alma, siempre inspirada, de una incógnita artista. Mamá Melcho me había cuidado durante treinta años luego de quedarse sola cuando sus hijos dejaron la casa grande que los cobijó. Sus manos me engendraron en la tierra; en un mundo minimalista, lleno de detalles vivos recreados de una compleja acuarela japonesa a los que agregó un nacimiento a mis pies. Felizmente para mí, no la entretuvo otro pasatiempo ni prefirió tener por acompañante a un gato, un perro, o enamorarse de alguno de sus despabilados cuyes que corrían por la cocina, siempre acezantes, a la espera de las cáscaras de los tubérculos que ella pelaba sobre el mostrador. Mamá Melcho era una tatarabuela muy excéntrica. Su soledad era el activador de un quehacer que no parecía de este mundo. Sus recuerdos eran tan vívidos que solía reír en soledad e incluso andar y hablar en pleno día como si fuera sonámbula. Quien la viera, como yo, en tales momentos, tal vez se hubiese asustado o quizás hubiese jurado que, sola y con edad tan avanzada, ya había desarrollado la fantástica habilidad de hablar con los fantasmas.

Mamá Melcho no tenía remordimiento alguno al momento de cocinar. Me explico: no se encariñaba con ninguno de los animales que criaba libres dentro de su cocina o en el pasadizo trasero de la casa. Muchos de ellos hallaban su destino final en una olla; mejor dicho: sucumbían en una trágica ofrenda de amor. En Navidad, su dueña no dudaba en sacrificar al cuy o pato más gordo para convertirlo en la estrella culinaria de sus exquisitos potajes. Hacía treinta años que ya no preparaba pavo. Se excusaba con su familia argumentando que le faltaba fuerza para sujetar al bicho y embriagarlo con el pisco. Fue muy gracioso verla en su intento de la última vez. Tratando de convencer al animal para que tragase el contenido de la copita, ella misma intentó darle el ejemplo, como quien lo hace con un bebé al que le da de comer. Apenas tomó dos copas cuando Mamá Melcho terminó embriagada por su propia mano antes que el pavo y se quedó dormida en su sillón, mientras el emplumado se despercudía y todavía podía andar dando tumbos por el jardín.

Si alguna vez faltaban sus hijos o sobraba la comida, aquella exquisita comida no quedaba desairada sobre la mesa. No. En más de una Navidad mamá Melcho salió a la calle a repartir ese amor de sus manos, ofreciéndolos al primer transeúnte que pasara por su puerta. Y es que hacía tres años que sus hijos no llegaban para la Navidad. Se disculpaban telefónicamente excusando su inasistencia con las  prioridades familiares y necesidades a cuestas.

Hasta esta Navidad, Mamá Melcho había llevado la cuenta de esas ausencias por el número de sus hermosas colchas tejidas a crochet, las cuales tenía amontonadas en un armario, envueltas aún en el papel de regalo de la Navidad anterior.  En ese trabajo anual no dejaba de diseñar nuevos dibujos y exigirse en complicadas tramas, sin temer el gasto que diezmaba su pensión de jubilación. Porque mamá Melcho no recibía un sol de sus hijos.

Pese a las reiteradas ausencias, a ella le bastaba vivir el año con la feliz esperanza y convencimiento de que alguno de ellos, nietos o bisnietos llegaría para la Navidad. Es curioso que tal espera no ralentizara su concepto del tiempo. Por el contrario, para ella el tiempo pasaba muy, muy rápido; los meses le parecían horas; los días, escasos minutos y la mañana, apenas segundos idos. Ese era su extraño y abreviado concepto del tiempo. El veinticuatro de diciembre solo esperaba hasta las diez de la noche antes de irse a dormir y, contra su voluntad, no atendía las llamadas telefónicas. Es que ahora, su oído podía percibir los sonidos más hermosos ocasionados por una creciente sordera: los habidos en su pensamiento.

Un minuto después de las diez salía a la puerta de la calle – y como ya lo conté-, repartía la comida -junto con el saludo de feliz Navidad-, al primer transeúnte de paso. Muchos de aquellos extraños dejaron de serlo y en los dos últimos años solían regresar. Sin quererlo, mamá Melcho  adquirió fama de mujer pía y benefactora. Luego de repartir la comida se metía a la cama y, como buena cristiana, su Noche Buena consistía en rezar hasta quedarse dormida, aceptando con natural resignación aquel mandamiento de Dios sobre los hijos idos.

A su esposo ya no lo extrañaba. Se le hizo costumbre creer que tan solo estaba en un prolongado viaje. Con sus ciento cuatro años, a veces solía servir un plato de más y lo llamaba a comer, llegando a fastidiarse y olvidar que estaba muerto hacía cuarenta años. Sus ojos verdes, velados por la catarata y ya sin luz, no le eran necesarios. Todo lo hacía a ciegas y el trayecto más audaz de su andar lo conocía perfectamente: la ruta del mercado a su casa.

Conozco muy bien estos detalles porque yo era el privilegiado espectador de todos ellos. Aunque mi naturaleza fuese inmóvil, mamá Melcho se encargaba de llevarme consigo a todo lugar donde fuese. En un momento podía estar en el jardín, en la sala o en la mesa de su velador, velando su sueño, tan tranquilo y diáfano, que muchas veces me daba miedo que no despertara, como era su costumbre, a las cinco en punto de la mañana.

Fuera de sus charlas etéreas, ella solo hablaba conmigo y solía preguntarme cómo me sentía. Alguna vez fui depositario de sus confidencias y tristezas que yo le disipaba con mi aliento y fragancia.  Por eso, era yo, quien todas las mañanas disfrutaba sus intensas caricias de ciega, cuando me daba de beber.

III

Como les contaba, después de tres años de  ausencia, los hijos de mamá Melcho volvieron esta Navidad trayendo consigo aquel invasor. Yo estuve a las espaldas de los presentes durante todo ese día y mi humilde presencia fue ignorada  por primera vez. Tan diferente a otras navidades cuando yo era el guardián del nacimiento construido a mis pies. Era una minúscula obra de arte. Muchas figuras habían sido confeccionadas por mamá Melcho, usando masa de pan endurecida con cola; para el retablo usó palitos de helados y de fósforos, puso césped natural y una serie de detalles que no me alcanza el talento para relatar. Sería muy pobre mi descripción de cuánto amor y tiempo le tomó hacerlo.

Por eso me costaba comprender por qué mamá Melcho había aceptado el regalo de aquel árbol y el nuevo nacimiento. Quizás solo por dar gusto a sus hijos, me dije. Entender ese motivo sostuvo mi ánimo y me hizo soportable la noche de bulla y parranda. Mientras tanto, el gigante invasor y yo nos mirábamos en desafiante silencio.

Y así seguimos cuando ya todo se hubo calmado y todos los presentes se fueron a su cuarto. El niño ya había sido puesto sobre el pesebre y la profunda noche inundando nuestra sala era alumbrada intermitentemente por las luces navideñas. Fue entonces cuando sucedió lo inesperado. ¿Saben? Somos pocos los privilegiados quienes podemos sentir el paso de un ángel. ¿Vendría a llevarse a mamá Melcho esa noche?, me pregunté temeroso. ¿Habría sentido mi desdicha?, ¿o era porque simplemente sintió el amor nocturno habido en esa sala?

Me preguntaba aquello, entre otras probables causas, cuando su imperceptible paso obró un milagro en el nuevo nacimiento. Las figuras de piedra blanca parecieron cobrar vida por un segundo y alcancé a escuchar los murmullos de los pastores, el tierno llanto de un recién nacido y un lejano coro de alegres ángeles.

Incluso el gigantesco invasor pareció despercudirse de su frío sueño de plástico. Nos seguíamos mirando hasta que sin mayor preámbulo aquel árbol habló y me preguntó con una extraña curiosidad lejana:

-¿Cuánto costaste?

Yo no le respondí, asombrado de su voz profunda.

-Yo costé doscientos dólares –volvió a decir con cierta ínfula.

-¿Y cómo puede saber eso un árbol de plástico? – pregunté asombrado de mi propia voz, pues nunca la había escuchado. Me consideraba, junto con mamá Melcho, un telépata.

-Porque así dice la etiqueta que no se cuidaron de despegar de una de mis ramas.

-¿Tus bonitos detalles y adornos estaban incluidos?

-No lo sé –dijo- y tú: ¿cuánto costaste?

Me tomé un tiempo antes de responder:

– Fueron treinta años de amor constante.

Por primera vez, mi llamado invasor pareció algo confundido. En vano intenté explicarle que quizás había costado más que él.

-Imposible. Solo cuesta más quien más grande es. Así me valoraron en la tienda – dijo con la gravedad de un filósofo materialista–. No se me ocurre un valor para tu enanismo.

Entonces entendí su escasa visión del mundo al que pertenecía, y de pronto, sintiendo lástima por él, preferí no discutir ni corregir las verdades sobre las que se sostenía. Me pregunté si el pobre tendría conciencia de lo que era ser un árbol de verdad y del escaso tiempo que duraría su supuesto protagonismo.

-Te ves bonito – le dije escondiendo mis pensamientos e intentando ser, más bien,  cordial.

Pero fue imposible conmover sus hojas de plástico con mi halago.

-No sé qué significa eso –dijo por todo comentario sin intentar esconder su tono brusco y hostil-. A mí me hicieron así  y punto. No tengo por qué quejarme. Por ejemplo, no sabría decirte qué me pareces tú; si eres feo o bonito. Solo tengo una certeza de ti: la ridiculez de tu tamaño. ¡Oh, sí!, ¡eso sí! – afirmó vivamente, como si esa fuese la única explicación válida del mundo de los gigantes al que pertenecía-. Estoy satisfecho con ser grande y bien melenudo. Mira cómo mi cabeza roza el techo de esta sala.

Creí necesario condescender ante su pobre intelecto, aceptando y celebrando su grandeza, para ver si a cambio aceptaba algo bueno de mí. Pero recordé que era de plástico.

– Vi cómo la abuela te llevaba apretado contra su pecho. ¿No tienes miedo de caer alguna vez entre sus pasos temblorosos?

-Es un miedo que vale el riesgo.

-¿Cómo así?

-Porque a cambio ambos podemos sentirnos los latidos de nuestros corazones.

-¡Qué cosa más tonta dices, enano! Lo único que habría de cuidarse en este mundo es que el próximo año o en el sucesivo, no lo cambien a uno por otro árbol más moderno y más grande. Como están las cosas, todo es cuestión de billetera.

Percibí en el comentario del árbol de plástico – vivo por el milagro de unos segundos angelicales-, cierta conciencia más interesante. Sospeché que quizás estaba más al tanto de lo que decía saber. Había desflorado en él una sutil queja que siempre implica el concepto de una pena. ¿Acaso se estaría guardando alguna ahora que se sentía vivo por el paso del ángel?

-Mira que sobrevivirás por siempre en la foto que te han tomado esta noche – se me ocurrió decirle, como quien intenta escarbar más profundo para hallar la raíz de su ser.

Y creí dar en el clavo. La aparente dureza de su contextura pareció ablandarse ante mi aserto.

-¿Eso crees? – dijo con cierta aprensión.

-Sí. Además eres el primer árbol de plástico que habla.

-Es cierto – exclamó entusiasmado, como si recién se diese cuenta de la importancia de tal hecho-. Pero quisiera más…

-¡Y quién no! Ya quisiera  yo ser tan grande como tú para saber qué se siente.

-Solo vértigo. Créeme. Qué no daría yo por sentir la tierra como tú. No me importaría ser enano por una noche.

Entonces reímos y, sin darnos cuenta, nos hicimos amigos. Algún día referiré todo lo conversado con aquel árbol  durante aquellos siglos de segundos que dura un milagro. Lo que en un principio me pareció una afrenta trocó en la oportunidad de hacer un inesperado amigo aunque fuera por poco tiempo, pues al día siguiente, apenas se fueron sus hijos, mamá Melcho desarmó al gigante y lo constriñó al encierro de su caja.

Debes de estar feliz, me musitó ella con un guiño, mientras volvía a colocar mi macetero al lado del otro nacimiento.

Esta vez estaba equivocada. Sentí pena por aquel manganzón de plástico. Esta vez, al igual que mamá Melcho, yo, un bonsái con nacimiento incluido, también tendría otro poderoso motivo, muy personal,  para esperar con ansias la repetición del milagro en la siguiente Navidad.

Autor: Gustavo Humberto Bello Calvo